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El sueño de una gran familia

04/05/2011 
Por Paolo Archiati, OMI, Vicario General

Este mes de mayo ciertamente es especial para los oblatos y para lo que llamamos la “familia mazenodiana”. El 21 de mayo de 150 años atrás nuestro “padre” terminaba su peregrinar en esta tierra y entraba en la eternidad. A él es a quien debemos nuestra existencia como Oblatos de María Inmaculada, misioneros de los pobres.

¿Cómo celebrar su aniversario sin hacer memoria de su último deseo, verdadero testamento espiritual, que dejó a los oblatos justo antes de morir?. Nunca haremos de él suficiente objeto de nuestra inspiración y de nuestro compromiso religioso y misionero. Eugenio de Mazenod sabía bien que eran sus últimos instantes en esta tierra y ello añade aún más solemnidad a la ocasión y a esta consigna espiritual que dejó a su familia, a sus “hijos”, a quienes amó con un corazón de padre.
Entre ustedes la caridad, la caridad, la caridad”. Él quiso que sus oblatos consideraran al mismo Jesús como fundador y a los Apóstoles como sus primeros padres. En estas palabras por las que se entrega el aliento de vida de este apóstol, ¿no encontramos las del mismo Jesús?: “Yo les doy un mandamiento nuevo: que ustedes se amen los unos a los otros” (Jn. 13, 34ª)?. Entre ustedes la caridad: he aquí el camino de vida que se nos manifiesta por medio de nuestro santo Fundador en el momento más sagrado de su vida, en el momento en que está llamado a revelar a sus hijos el secreto que les haga vivir cuando ya no esté con ellos; he ahí el camino de conversión al que somos constantemente llamados. Es tan simple como eso, aun cuando la vida concreta y ordinaria nos muestre cada día las dificultades relacionadas con nuestra debilidad, con nuestra fragilidad, con nuestros problemas personales. Entre ustedes la caridad: he ahí la roca sobre la que estamos llamados a construir nuestra vida de comunidad, he ahí el alma de nuestra vida, de nuestras relaciones, que nos permitirán vivir como hermanos. San Eugenio quería que sus oblatos formaran la familia más unida que se pudiera hallar en la tierra: y ahora revela el secreto, el camino para conseguirlo. Él sabía que la fuerza de su pequeña familia serían la unidad, la comunión, y, por ello, en sus cartas jamás deja de llamar a sus hijos: la invitación a que no tengan sino un corazón y un alma, que se encuentra centenares de veces en sus cartas, responde a esta misma exigencia.

“Y, fuera, el celo por la salvación de las almas”. Una vez que esta unidad está asegurada en el interior de nuestra familia, de nuestras comunidades, nos hace mirar al exterior, donde se halla el mundo al que nos envía nuestra misión. No somos monjes; nuestra vida comunitaria se orienta a la misión. Y esta misión es el “celo” por la salvación de las almas. El “celo”: una palabra que tuvo su momento, que llega a hacernos sonreír un poco, así como la que le asocia el diccionario: “fervor”. Dos palabras muy queridas para San Eugenio.

Las palabras bien pueden tener su momento, la realidad es más actual que nunca, sobre todo en un mundo que muestra cuán necesita la salvación. Esta palabra que sobrecogía a nuestro Fundador, esta palabra está en el origen de su conversión y de la inspiración de fundar una sociedad misionera. Se descubrió “salvado” por la misericordia de Dios, quiso asociarse compañeros para hacer descubrir al mundo, y sobre todo a los pobres, cuánto lo ama Dios, que por salvarlo le ha enviado a su propio Hijo. El celo: es un fuego que debe arder en el corazón de cada oblato, de cada miembro de la familia de San Eugenio, un fuego que está llamado a extenderse para abarcar el mundo entero: tal era el sueño del joven Eugenio en el momento de dar nacimiento a su pequeña familia, tal era su sueño en el momento de su muerte; sea tal el sueño de su “gran” familia hoy, en el momento que celebramos los 150 años de su partida de aquí abajo.

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