04/07/2012 Estados Unidos
El ultimo lunes de mayo,
en los Estados Unidos la gente celebra cada año una fiesta llamada “El día de
la memoria”. La fiesta en su origen pretendía recordar y honrar a los
fallecidos en acto de servicio a su país. Pero se ha convertido en algo muy
parecido a la conmemoración de Todos los difuntos del 2 de noviembre en la
Iglesia Católica. La gente va a los cementerios para embellecer las tumbas de
sus seres queridos con hermosas flores primaverales. En su columna del
semanario de la Archidiócesis de Chicago, “The Catholic New World”, el Cardenal
Francis GEORGE nos contaba el significado que esta celebración tuvo para él en
2012, recordando a su familia oblata.
El pasado Día de la memoria, celebré la misa al aire libre en el
cementerio católico “Reina del Cielo”, en la parte sur. Está junto al
cementerio católico “Monte Carmelo”, donde el Arzobispo James Quigley
(1903-1915) construyó la cripta que alberga los restos mortales de la mayoría
de los arzobispos de Chicago.
Tras la misa, celebrada por los fallecidos por nuestro país y por
todos aquéllos cuyos restos mortales descansan en el camposanto “Reina del
Cielo”, tuve una conversación con el director de los cementerios sobre dónde
quería ser enterrado. Es buena señal, así me parece, que el horizonte de la
muerte está más cerca de lo que quisiera creer. Es una pregunta que también me
hace volver a mis recuerdos personales.
El Día de la memora recordamos en justicia a aquellos que han
sacrificado su vida defendiendo nuestro país. Deberíamos recordar también a los
que sobrevivieron en combate y ahora viven entre nosotros, pero a menudo
sufriendo traumas de todo tipo, físicos y emocionales. La lucha de algunos
veteranos que tienen dificultades en reasumir sus vidas, por integrarse en sus
familias y encontrar trabajo productivo y estable, deberían reclamar nuestra
atención. A menudo tenemos para con ellos una gran deuda y el hecho de
recordarles ayuda a hacer de su bienestar un asunto nacional.
Pero el Día de la memoria es también un tiempo para recordar a
aquéllos familiares nuestros que nos han precedido en la muerte. Cuando yo era
pequeño, las familias católicas aún visitaban con regularidad los cementerios.
Este año, los cementerios católicos de la Archidiócesis de Chicago celebran los
ciento setenta y cinco años enterrando a los difuntos con los que, en vida,
compartimos nuestra fe en Cristo. Mis padres, abuelos y algunos de mis
bisabuelos están enterrados en varios cementerios de la archidiócesis, junto
con muchas tías, tíos y primos.
En primavera, mi madre solía plantar geranios rojos en la tumba de su
madre del cementerio de “Todos los santos”, Des Plaines; y en otoño colocaba
sobre la tumba una cubierta de plantas de hoja perenne. Las normas sobre flores
en los cementerios han cambiado, pero las oraciones que he dicho sobre la tumba
de mi madre, donde yace junto a su madre y a su marido, son las mismas
oraciones que ella me enseñó a decir siendo yo un niño pequeño en visita al
cementerio, donde rezábamos juntos por el eterno descanso de mi abuela.
La visita a los lugares del último reposo, como a veces se llama a las
tumbas, nos invita a reflexionar sobre dónde he pasado la vida, entre la cuna y
la tumba. Muchos de nosotros tenemos, probablemente, recuerdos de muchas
familias. Un obispo siempre pertenece a la Iglesia que gobierna en el nombre de
Cristo, ya que un obispo está casado con su diócesis. Cuando se traslada a un
obispo, es una separación dolorosa, pues parte de su corazón queda aún con la
gente que le fue dada para amarla.
Antes de convertirme en obispo, viví en una familia religiosa, los
Misioneros Oblatos de María Inmaculada. No suelo hablar públicamente de esa
vida familiar, pues no he vivido en mi comunidad religiosa durante los últimos
veinte años. Pero lo que aprendí sobre la oración y la comunidad y la misión de
la Iglesia como Oblato de María Inmaculada ha dado forma a la senda de mi vida
tanto como mi educación en mi familia natural aquí, en Chicago, o en mi vida
como obispo en la diócesis de Yakima, Washington., y la Archidiócesis de
Portland, en Oregón.
Recibo con regularidad una copia del boletín informativo de la Casa
General oblata en Roma, informando sobre la vida de la congregación por todo el
mundo. Como muchos católicos de Chicago, primero voy a la sección de óbitos
para ver si alguno con los que una vez estudié o conviví en distintas
comunidades de todo el mundo ha ido con el Señor. Celebro una misa por cada uno
de los fallecidos, como hago por cada uno de los sacerdotes fallecidos de la
archidiócesis. El último número del boletín oblato informaba de la muerte de un
hombre con el que coincidí en numerosas ocasiones, el P. Alexandre Kayser OMI.
Era débil de salud ya como seminarista, por lo que nunca fue enviado fuera de
su Francia natal. Falleció en Estrasburgo, Francia, a la edad de 108 años, en
su octogésimo noveno año de vida religiosa y en su octogésimo tercer año de
sacerdote. La crónica refiere algunas de sus últimas palabras “Amo al buen
Dios, amo a la Virgen María, amo a la Congregación de los Oblatos de María
Inmaculada”.
Las noticias de los demás miembros de la familia oblata incluían la
ordenación del primer sacerdote de la provincia paquistaní de Baluchistan, un
oblato que fue ordenado por el Vicario Apostólico de Quetta, Mons. Victor
Gnanapragasam OMI, con quien conviví cuando él era un seminarista estudiano en
Roma. Quetta está en la frontera entre Paquistán e Irak y la ordenación tuvo
lugar ensombrecida por el asesinato de un conocido cristiano en los días previos.
Desde Tailandia había noticias de un oblato que una vez conocí de
cerca y que compartía ahora la vida con la tribu indígena de los Burma; ellos
habían cruzado la frontera tailandesa y llevaban retenidos en un campo de
detención durante dos años. El oblato informaba que sus intentos de negociar su
estatus con el gobierno estaban dando fruto y que se iba a permitir marchar a
la tribu. Los oblatos en Guinea Bissau, África, informaban de cómo habían
vivido ellos y su gente el reciente golpe de Estado. Un joven oblato de
Lesotho, en el sur de África, describía las dificultades de adaptarse a la vida
de los Inuit o los esquimales del norte de Canadá, a quienes había sido
enviado. ¡Había noticias de Chad, Perú, Paraguay, Guatemala, Senegeal, las
Filipinas, Italia y Texas!
Todo ello me sirve para acordarme no sólo de una familia religiosa con
la que hoy sólo tengo contactos intermitentes, sino también de los lugares que
he visitado y de la gente que ha sido parte de mi vida. Me recuerda también que
incluso una gran archidiócesis como la de Chicago vive en dependencia de la red
universal de la comunión católica, de la que ella es una porción bastante
pequeña. Nuestro contexto de vida y de muerte, como católicos, es el Globo y,
finalmente, el Reino de Dios.
Pero, para terminar, uno tiene que ser enterrado en alguna parte, en
un punto concreto de tierra. Espero poder responder a la cuestión sobre dónde
será antes de empezar a depender de las visitas de los católicos de la
archidiócesis a mi tumba y de su recuerdo por mí ante Dios.
(“The
Catholic New World, 3 de junio de 2012. www.catholicnewworld.com)
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